Però també hem vist la reprovació del rei espanyol, la concentració de milers de persones a les portes de les presons i la solidaritat exemplar de la població catalana (xerrades, caminades, Cims per la Llibertat, etc, etc).
Per una altra part, hem vist el suport dels mitjans espanyols a "los manifestantes con banderas españolas, on es fan fotos Vox, Cs i PP. Ara toca blanquejar l' extrema dreta, fer-la "democràtica" amb tot el cinisme, negar el genocidi americà i fer que l' extrema dreta sigui una força política parlamentària a Espanya. mentre, preparen el judici als presos polítics, amb una sentència que podria ser exemplaritzant i venjativa contra l' independentisme per tal d' infundir més por.
Tenim mala peça al teler, però ells també. Malament quan han de recórrer a blanquejar l' extrema dreta i treure-la als carrers.
Els mitjans espanyols fan una feina difícil d' assimilar als paràmetres democràtics, amb excepcions lloables que tots coneixem. Us afegim un article de la publicació CTXT que fa una anàlisi de la situació espanyola i l' extrema dreta:
13 DE OCTUBRE DE 2018
Hace unos
días, después del sold out de Vox en Vistalegre, la
presentadora Ana Pastor se preguntaba en El Objetivo cómo abordar desde los
medios de comunicación la pujanza de la extrema derecha en España. En un
ambiente de perplejidad y preocupación, cuatro tertulianos desmenuzaban las
claves del abascalismo y se unían al desconcierto general de
los grupos de prensa. Qué hemos podido hacer mal, nos gustaría saber, para que
10.000 personas jaleen discursos de odio y naftalina entre himnos legionarios y
canciones de Manolo Escobar. Soy el novio de la muerte, Puigdemont a prisión, a
por ellos oé. Era el domingo de llevarse las manos a la cabeza, del ya lo dije
yo, de tirarse de los pelos y de culpar a cualquiera que se tuviera a mano, a
los independentistas, a las feministas, al buenismo, al carril bici.
Dos días
después, olvidado ya el susto y sin indicios de escarmiento, la extrema derecha
volvió a demostrar en Valencia que la memoria de algunos medios es frágil y
volandera. Que el fascismo hispano, vestido de levita o de capucha, ha
florecido entre titulares permisivos e incluso elogiosos, muchas veces al calor
de los focos de la televisión, como si reivindicar la xenofobia o el legado de
Franco fueran opciones respetables y dignas de propaganda. Este 9 de octubre
otra vez han salido a las calles valencianas las consignas nacionalsocialistas,
los polluelos rojigualdas, los Sieg Heil y los brazos extendidos a la romana
frente a una inmensa multitud demócrata que no estaba dispuesta a admitir un
nuevo episodio de agresiones ultras. “Manifestaciones de signo contrario”,
rotulaba La Sexta. “Choque entre manifestantes afines al independentismo y un
grupo de ciudadanos con banderas españolas”, había titulado Antena 3 un año
antes mientras la ultraderecha salía de caza a puño limpio.
En demasiadas
ocasiones, la normalización del fascismo no obedece a deslices esporádicos o a
una predilección por los eufemismos sino a una meditada línea editorial.
Cataluña se ha convertido este último año en un laboratorio de confusión
mediática donde la necesidad de construir un relato contra el referéndum
republicano exigía hacer la vista gorda ante las travesuras del españolismo más
recalcitrante, su parafernalia nacionalcatólica, sus esvásticas tatuadas y sus
incursiones violentas. En un informe basado en fuentes periodísticas y
policiales, el fotoperiodista Jordi Borràs contabiliza 101 agresiones ultras
durante los tres meses más intensos del proceso catalán. El propio Borràs
terminó con la nariz fracturada después de que un inspector de policía de paisano
le golpeara al grito de “viva España y viva Franco”. El desembarco de
antidisturbios y la retórica belicista del 155 han alimentado en la prensa la
cantinela de la mano dura que tan buenos réditos ha dado a Ciudadanos y que Vox
ondea ahora con un rentable entusiasmo.
Nos asusta
pensar en Vox como un fenómeno reciente, como una extensión carpetovetónica de
la nueva extrema derecha europea. Sin embargo, aunque existan motivos comunes
como el recurso a la alerta migratoria, la islamofobia o la exaltación nacional,
es justo reconocer algunas características diferenciales en los ultras patrios.
Después de todo, nuestra fachundia hunde sus raíces en la
España victoriosa del 39 y sus diversas ramificaciones ya se manifiestan en las
distintas familias del franquismo. Tenemos la fachundia católica
a machamartillo, bisnieta de las jerarquías eclesiásticas y enemiga declarada
de los derechos de las mujeres. Tenemos la fachundia obrerista,
heredera del falangismo. Tenemos la fachundia armada,
infiltrada en los cuerpos policiales y el ejército. Y tenemos la fachundialiberal,
vestida de gestor intachable, retoño de aquellos tecnócratas del
tardofranquismo que urdieron la transición como un traje a medida de las élites
empresariales y financieras. Vox no es un fenómeno inédito ni inesperado, sino
la expresión más desnuda de un régimen totalitario que se vistió de demócrata
en el 78 sin haber purgado sus responsabilidades. Vox no es un alumno novato
sino un fascismo longevo que ha sabido vestirse de camuflaje. Hace ya más de diez
años, los que ahora son primeros espadas de Vox se manifestaban junto a la AVT
contra la paz vasca negociada por Zapatero. Por entonces, aquella AVT de
Francisco José Alcaraz ya lideraba su propia cruzada contra las mezquitas. No
recuerdo que los grandes medios se atrevieran entonces a denunciar lo que se ha
demostrado una incómoda evidencia: que algunos colectivos de víctimas han
incubado durante años el discurso troglodita que el domingo pasado llenó
Vistalegre.
Dice el
periodista Pedro Vallín que la mejor contribución que pueden hacer los medios
si quieren poner freno al fascismo consiste en no difundir su agenda. De nada
sirve que comprobemos las modestas cifras de población inmigrante en España si
los telediarios siguen generando una falsa sensación de invasión africana que
Pablo Casado aprovecha para esparcir sus paparruchas etnicistas. Es inútil que
demostremos los índices de criminalidad más anecdóticos del mundo si los
matinales se regodean en la crónica de sucesos, en el morbo y en las vísceras.
La apelación permanente a la seguridad ciudadana es el mejor fertilizante de la
extrema derecha, sobre todo si se vincula con sutileza o con descaro a una
tenebrosa plaga extranjera. Mirad a Xavier García Albiol, que estos días
promociona sus aspiraciones a la alcaldía de Badalona con un vídeo casero en el
que ejerce de matón de playa y paladín de la propiedad privada contra una
familia de okupas. Haced caso a Vallín: no existe una guerra civil de lazos
amarillos, no hay excarcelaciones masivas de terroristas, no hay hordas de
manteros que arruinan el comercio minorista ni padecemos una invasión de
narcopisos. Hay, eso sí, un periodismo infiel a la verdad y yonqui de
escándalos y audiencia.
“Manifestantes
con banderas españolas”, llamaba TVE a los fascistas del Movimiento Aragonés
Social que en septiembre de 2017 acorralaron a los militantes de Podemos en su
asamblea de Zaragoza. “Personas con banderas españolas”, llamaba Antena 3 a los
nazis de Hogar Social Madrid que increpaban a Joan Josep Nuet y Anna Simó en la
estación de Atocha el pasado noviembre. Uno de los exaltados, por cierto,
resultó ser portavoz sindical de la Policía de Madrid. También en
noviembre, El Mundo relataba la lacrimógena historia de una
pareja que se tuvo que ir de Mallorca porque “los vecinos les llamaban fachas”.
Ella resultó ser miembro de la Fundación Círculo Balear, un colectivo de
extrema derecha entretenido en la persecución contra la lengua catalana. Ya en
diciembre, no hubo medio que no abriera sus brazos a Cristina Arias, la
consternada vecina de Balsareny que denunciaba un intento de homicidio por
culpa de la bandera rojigualda de su balcón. La agresión homicida resultó ser
un minúsculo fuego en un portal y la afectada resultó ser simpatizante del
grupo ultra Hermandad Hermanos Cruzados. “El mural de apoyo a los condenados de
Alsasua provoca altercados en Valencia”, titulaba en junio el ABCmientras
España 2000 vandalizaba una obra del artista Elías Taño y desafiaba a la
policía. “¿Dónde van los fascistas españoles de vacaciones?”, se
preguntaba Vice en marzo de 2017 en un reportaje sobre las
excursiones de los pupilos de Melisa D. Ruiz. “Matteo Salvini: el hombre que se
ríe de Europa”, llevaba a portada XL Semanal el pasado julio
con una sensual estampa del ministro italiano semidesnudo entre sábanas.
Los ejemplos
se multiplican y es difícil poder atribuirlos a un descuido inocente o a la
mala praxis de un becario inexperto. Parece más bien que las grandes
corporaciones de la información, al son del orden establecido, utilizan la
extrema derecha como una vacuna frente a las insurrecciones populares. Nos
inoculan pequeñas dosis controladas de la enfermedad para después proponer a
los suyos como milagro terapéutico. El fascismo sirve al poder para establecer
una falsa simetría con la izquierda militante y ocupar por descarte el justo
fiel de la balanza. El estribillo perverso de los extremos que se tocan. La
extrema derecha es el portero de discoteca del capital, el maromo hormonado que
garantiza el derecho de admisión a los dueños del cortijo. Lo decía Nuria Alabao en estas páginas: necesitamos un
periodismo antifa que no permita concesiones al programa político de la
intolerancia y el miedo. Un periodismo que señale cualquier atisbo de manga
ancha con los discursos de odio. No basta con llevarse las manos a la cabeza
ante el ascenso de Vox, hay que preguntarse también quién lo fomenta. Y por
encima de todas las cosas, esta es la clave, hay que preguntarse a quién
beneficia.
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